Destino: Capítulo I

Abrí los ojos sobresaltada. Era noche cerrada en Ventormenta. Hasta el orfanato llegaban los sonidos del cambio de guardia en el Castillo. La noche, a excepción del ruido de las placas de las armaduras, estaba extrañamente silenciosa. Me quedé observando como los pináculos de la Catedral recortaban la luna. Me sentí relajada de nuevo con aquella visión, la Catedral de la Luz era mucho más que un lugar para mi, era mi Santuario y mi refugio.

Todo quedó nuevamente en silencio. Debía intentar dormir. De pronto la vi. Una sombra que no era casi ni eso, entrando por el vano de la ventana más alta de la pared norte de la Catedral.

¿Qué era esa sombra? Juraría que no era un animal, pero ¿quién querría entrar a esa hora? ¿y de esa forma? Tenía que avisar a Lontananza. Presentía el peligro latente en esa sombra que, agazapada como si fuera un animal pero sin serlo, había irrumpido en la paz de mi refugio.

Me levanté y salí lo más rápido que me permitía mi cautela para no despertar a Shellene o a los niños. Decidí no calzarme.
Me acerqué a la pared sur donde, disimulada con una banderola e imposible de descubrir aunque no la tapara la tela, sabía que encontraría una pequeña puerta construida con la misma piedra que el resto del edificio. Con la yema de los dedos empujé el ladrillo que liberaba el resorte. Me deslicé por la estrecha abertura.
La inmensa Catedral, fría, oscura y silenciosa, no era ningún misterio para mi. Desde pequeña había pasado más tiempo entre aquellos muros que en ningún otro sitio. Podía recorrer cada corredor y habitación de aquel enorme laberinto con los ojos cerrados. Me dirigí a la cocina donde, sin lugar a dudas, estaría el Hermano Sarno pues siempre estaba preparando o limpiando algo. Avancé por el camino más corto, atravesando el crucero. De pronto, la misma sombra pasó entre las columnas, casi no fueron capaces mis ojos de detectarla, pero mi cuerpo se quedó paralizado. Aquello se alejó ajeno, al parecer, de mi presencia. Una fuerza, mezcla de supervivencia y curiosidad, me empujó a esconderme tras la última columna. Se escuchó un leve chasquido metálico tras de mi y rodeé la columna hasta poder ver de donde había provenido el sonido.
La luz tenue de una vela asomaba por la puerta que hace un momento estaba cerrada. No podía imaginar que buscaba aquel extraño visitante en la habitación de Shaina.

Dudaba entre asomarme y observar, ponerme a gritar o salir corriendo para avisar a alguien. Opté por lo primero. Siempre habría tiempo de correr o gritar.
Me asomé levemente, pretendía descubrir quien era y que podría estar buscando antes de ir a dar el aviso. Un vistazo y alejarme… pero no pude. Frente a la puerta y casi de perfil había un ser extraño que jamás había visto antes, algo casi humano que únicamente hubiera podido ver en mis más horribles pesadillas.
Su pelo, ralo, grasiento y de un color verde mohoso, le caía sobre la cara hasta los hombros. Su rostro era pálido, como cosidas algunas partes, tenía más de calavera que de rostro humano. Me fijé que aquella criatura intentaba forzar, de manera rápida y precisa, la cerradura de un pequeño cofre que había junto a la vela. Horrorizada observé sus manos, no quedaba en ellas casi resto alguno de piel, carne o músculo, sólo los huesos podía ver.

El terror había paralizado mi cuerpo. Las noticias sobre las abominaciones de la horda, los horrores que acechaban tras las murallas de la ciudad, llegaban todos los días hasta mi. Aún así jamás podía haber imaginado un ser tan espeluznante. No podía ser otra cosa que un no-muerto, aquellos que devoraban cadáveres.
Un resplandor de amanecer entró por la vidriera. Al mismo tiempo un ruido de placas se acercaba por el corredor.


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